30 abril 2010

En el Canadian Express

Desde que entré a la universidad ando con un fajo de fotocopias en el auto y un destacador amarillo en la cartera. Así, en cualquier minuto libre, me pongo a leer y subrayar como posesa los ensayos de Piaget, Bajtín, Gutiérrez Girardot y Bourdieu, que se han convertido en mis nuevos compañeros de café, y por quienes -por el momento- he debido abandonar a mis queridas amigas, las novelas, que esperan entre el velador y la repisa que me apiade de ellas y las tome de nuevo entre mis manos. Mi hijo mayor, de 12, preocupado por mi cambio de lecturas, me aconsejó una noche, antes de acostarse, que no dejara de leer novelas, "porque son tan entretenidas" y abandonara las fotocopias un rato. Y como buen lector que es me recomendó el libro que, fascinado, se había terminado hace unos días, El Asesinato en el Canadian Express, de un tal Eric Wilson.

Y el librito forrado en plástico quedó sobre mi velador por varios días, y cada noche, antes de dormirme, lo miraba e incluso un par de veces lo tomé para leerlo, pero era tanto mi cansancio que me dormía antes de llegar a la segunda página. Y todas las mañanas mi hijo me preguntaba por el libro y yo veía su carita de decepción cuando le decía que no había podido leerlo. Hasta que el martes me di cuenta de lo egoísta que había sido. Yo, que vivo recomendándole libros, que lo hago leer a Poe y a Melville, que le muestro la diferencia entre un libro de tapas bestselleras y un clásico de la literatura, que le digo siempre y en todo momento lo feliz que me me pone verlo leer; yo, la misma que he ayudado a formarle un gusto y una opinión, que escucho cada uno de sus comentarios, ahora no me estaba dando cuenta que mi niño, a sus 12 años, me estaba recomendando un libro. Un libro que le había gustado, por supuesto, pero que además él creía que era un libro bueno y del que necesitaba saber mi opinión.

Y así fue como el miércoles en la mañana decidí dejar a Bajtín de lado y sumergirme en el famoso Canadian Express. Y me tomé en serio el trabajo, tomé apuntes, puse atención en cada una de las 160 páginas y cuando lo terminé -a eso de las 3- esperé a mi hijo con mi análisis literario ya terminado. Y debo reconocer que lo dejé sorprendido. ¿Cierto que era bueno, mamá?. Buenísmo, le contesté, aunque no dejé de comentarle que me parecía extraño que al niño detective se le hayan pasado varias pistas del asesinato. Pero esa es la gracia, mamá, me dijo con su voz ronquita, eso lo hace más real, porque es sólo un niño. Y ahí entendí que por más que se lea con atención un libro, cada uno -desde su experiencia- le va a dar una lectura distinta, personal y única a "su" libro. Y no es por mamá chocha, pero debo admitir que la lectura que hizo mi hijo fue bastante más acertada que la mía.

1 comentario:

Testigo dijo...

Hay veces, muchas, cuando uno habla de un hijo, que el relato es más bien exagerado respecto de sus acciones. Pero la vida me dio el privilegio de conocer al suyo Becky. Soy testigo de lo que ha relatado. Habría que agregar que se trata de una personita especial; alguien mejor. No porque busque superar a otros niños y destacar en lo que hace, sino porque vive pensando en los demás y en la felicidad de ellos. Recuerdo que de muy chico, o pequeño – palabra que él escogería, que además sería la más adecuada, me llamó la atención su carácter y su hombría. Siempre fue un niño sensible y agudo, pero a pesar de ello, sus problemas de niño los resolvía con una hombría que hoy, a mis empinados treinta y muchos aún no encuentro. Nació frontal y recto, sin mentir aprendió a aceptar sus errores y a exigir un trato de honestidad para él. Aprendió a querer a todos tal como son, con las virtudes y defectos de cada uno, siendo siempre justo con sus juicios e incondicional con ese cariño que sólo él puede dar. Recuerdo cuando en sus oraciones en la noche nadie quedaba ausente y pedía para todos cosas buenas y altruistas. Muchas veces su padre, según me contaron, lloró en esas oraciones al escucharlo. Nadie está preparado para oír a un corazón bueno y puro. La vida es tan corta Becky, y uno tan mezquino con el tiempo de verdad, con ese tiempo profundo, el que pasa a nuestro lado mientras hacemos supuestamente lo importante. Haber leído el libro de ese joven detective la debe haber acercado más a ese también joven lector, y esa conversación de tu a tu, entre pares lectores debe haber sido más profunda que cualquier clase de su magíster.