Anoche mientras comía con unos amigos, Stephen contó que para este 18 lo habían invitado a una fonda en Colina. ¿Quién te invitó?, le pregunté. "Mi sicóloga", respondió. Porque claro, su sicóloga ya se ha convertido en casi una amiga para él. Y mientras comentábamos en lo singular que era salir con tu sicóloga o incluirla en tu vida, yo me acordé de un episodio que pensé había borrado de mi biografía. Fue hace muchos años, cuando tenía 18 y me encontraba un poco abatida por la vida. Entonces mi madre, en un arranque de genialidad, me sugirió que fuera a un sicólogo que le habían recomendado. Yo nunca había ido a uno -ni siquiera a los del colegio- y me pareció interesante ver en qué podría ayudarme este hombre a salir de mi estado de melancolía. Y partí a verlo a su oficina en Providencia.
El hombre -cuyo nombre nunca olvidaré-, era un personaje bastante conocido, de los que salen en la televisión, y aunque era sicólogo, tenía como especialidad la sexología. Apenas me senté en el sillón me puse a jugar con un mini jardín zen que tenía sobre una mesa, y él comenzó a preguntarme por mi vida. Le conté que estaba triste, melancólica, abatida, pero a él eso parecía no interesarle porque lo único que me preguntaba era por mi vida sexual. En ese entonces yo era virgen así que no tenía mucho que hablar sobre el tema, pero él seguía insistiendo en el asunto hasta incluso llegar a sugerirme que mi virginidad tenía un origen medio edípico por mi amor hacia mi papá.
El hombre era bastante morboso y lo único que quería era que yo le hablara de sexo, de besos, atraques, tocaciones. Incluso él mismo se ponía de ejemplo y me contaba de las muchas veces que le había sido infiel a su mujer ("algo muy normal, ¿sabés") y yo hermética mirando el vacío y con el secreto temor de que este hombre terminara violándome en la camilla del lugar. Para la segunda sesión, y para distraerlo del tema sexual, decidí desviar la conversación hacia otra cosa, y no encontré nada mejor que contarle sobre mis amigas y mis panoramas de fin de semana, que en ese entonces consistían en pasarme la noche conversando unas piscolas con mis amigas en el 777 de la Alameda, y después partir en taxi a una vieja casa de fiestas en Portugal con Diez de Julio. Un panorama que yo encontraba de lo más normal.
Pero al parecer al sicólogo no le pareció lo mismo, porque cuando a la tercera sesión no aparecí en la consulta, no encontró nada mejor que llamar a mi madre por teléfono y pedirle que me obligara a volver, porque encontraba que yo tomaba mucho y que tenía conductas muy temerarias como "ir al centro de noche". Cuando mi mamá me contó de la llamada, yo casi me caí del asombro. El sicólogo no sólo era un sexópata morboso, además era un sapo que se pasaba por alto el llamado "secreto profesional". Y aunque mi madre me creyó a mí y no a él, hasta el día de hoy no he podido superar mi desconfianza hacia los sicólogos, y sigo pensando que la mejor oreja es un buen amigo o la almohada, o por último escribir tus problemas en un papel y echarlos a volar.
5 comentarios:
Bueno...eso pasa con estos siquiatras de origen judío seguidores de un genial pero anticuado freud y que no han tenido los privilegios de una sana, amorosa, normal educación cristiana
jajajajaja!!! que graciosas esas noches en el 777... inolvidables, y eso q fui a pocas
Lo peor era tratar de bajar la empinada escalera sin caerse (después de las tantas piscolas).
Becky:
Que ganas de haberla conocido a sus tiernos 18 años........yo le podría haber ayudado con la melancolía......o con lo que usted deseara.
Ahhh.......era usted la habitué del 777 que caía rodando por la escalera. Parece que la melancolía a usted le daba mucha sed. De alguna manera había que ahogarla. !!Salud Becky¡¡
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