14 agosto 2008

De paseo a Pomaire

El domingo -día del niño- mi mamá tuvo la genial idea de invitarnos a almorzar a Pomaire. "Les va a encantar a los niños", fue su argumento para convencer a hijas, yernos y marido, y llevarnos para allá. Claro, a los nietos no fue necesario convencer de nada, porque ya con la sola idea de salir de paseo estaban felices. Y llegamos a  almorzar -con mucha hambre, hay que reconocerlo- a este pueblito cada día más turístico y que ya casi nada conserva de sus encantos originales. Porque aunque nuestra idea era comprar una que otra fuente de greda o unos pocillos para el pastel de choclo, lo cierto es que casi todos los cacharros que encontramos estaban pintados con colores chillones y los típicos chanchitos y platos color tierra habían sido reemplazados por Winnies The Pooh y Barneys de greda esmaltada. Pero así y todo compramos algunas cosas, porque cómo íbamos a negarnos si nuestros hijos y sobrinos querían hondas, emboques y culebras, y estaban fascinados con estas veredas atestadas de cachureos multicolores y de hombres y mujeres vestidos como huasos. Si hasta una chupalla tuve que comprarle a mi hijo mayor, que aunque tiene pasta de poeta, sueña con ser un futuro hombre de campo. 

Y por supuesto a la hora de almuerzo (en un restaurant tan malo que prefiero ni nombrarlo), escuchamos cueca y nos reímos al ver bailar a los niños. Quizás con media garrafa de chicha en el cuerpo me habría reído más, pero como estaba con mis padres debí abstenerme de las bebidas alcohólicas. Pero, a pesar de la comida y del desilusionante paseo, lo pasamos muy bien, y para nuestros niños fue como ir a Disney, aunque para mi papá haya sido como ir al Far West, pero sin caballo, sin comida y sin ropa. Una experiencia divertida, que sólo recomiendo a los que tengan un gran sentido del humor.


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