No es fácil para una dulcera vivir al lado de una de las pastelerías más ricas de Santiago. Basta que el día se ponga un poco frío y mis pies se van solitos en busca de un alfajor o un pastel de manjar/lúcuma bañado en merengue fresco. Los que vamos en la mañana son los desesperados por algo dulce y los viejitos que compran temprano para esperar a sus hijos o nietos a la hora del té. Los de la tarde son las madres, los papás dulceros, los niños que necesitan sus bolitas de nuez, los que recibieron invitados de último minuto y los que caen en el antojo después del almuerzo sabatino. Yo hoy día fui dos veces: en la mañana por bolitas y en la tarde por pastel. Y aquí me tienen, endulzada hasta la última gota de sangre, arrepentida de todo lo comido, anestesiada sin saber si estudiar, leer, escribir o simplemente echarme a dormir. Pero en el fondo, feliz -y agradecida- de todo el manjar recibido.
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