20 agosto 2012

Sexagésimo segundo y tercer día de invierno

Autor: Rodrigo Costas M.
Mi amigo Rodrigo hizo una serie de dibujos dedicados a las mujeres feas. Y me regaló éste, que cuelga en la pared de mi escritorio. Desde ahí me mira esta mujer viejona, pintarreajada, decadente, como un recordatorio diario de lo que no debo ser. 

Porque mujeres feas hay muchas y no es difícil convertirse en una. Como la profesora de tus hijos, que te parecía simpática, hasta que dejó ver su descriterio y se convirtió en la mujer más fea del universo. O la amiga que "a la pasadita" tira comentarios maliciosos de otras amigas -y de seguro de una también-. O esa mina medio pasada de copas que te empuja "sin querer" cuando pasas cerca de ella en un bar. La que no te saluda cuando anda con personas más importantes; la que presume de su trabajo y no tiene tiempo para nadie más; la que se enoja porque tus hijos le dan comida a las palomas en la plaza, pero que no duda en hacerse la amorosa cuando te tiene que pedir un favor. Y tantas más. 

Yo he sido muchas veces una mujer fea y es horrible. Una vez empujé a una mujer en el jumbo porque se me había colado en la fila de la cafetería, y he sacado a gente en facebook por cosas muy estúpidas. También me he aprovechado de mi mala visión y he dejado de saludar gente. Y he pelado. Peor, he descuerado a otras mujeres feas -como esa vieja que vino a mi casa y me enjuició por tener como adorno un libro perforado que había comprado hace años en una tienda de decoración-, mujeres feas y estúpidas que hablan sin saber, sin conocer, y de las que uno debe huir de inmediato. Y, por supuesto, evitar parecerse.

  

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