21 abril 2008

Sala de espera, por Rubén Benveniste


Pese a todo, Felipe aún cree que Juan Manuel es el hombre con el que quiere pasar el resto de su vida.

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Juan Manuel deja las llaves sobre el arrimo sin mirarse en el espejo que hay sobre él. Se afloja la corbata negra y camina directo al baño sin cerrar la puerta del departamento. Siguiéndolo, Felipe la cierra tras de sí y pone el pestillo. Se va sacando sin prisa la chaqueta oscura y camina hacia el balcón. Busca a Óscar con la mirada. Le extraña no encontrarlo echado sobre las baldosas, disfrutando del sol que entra fuerte y se extiende pleno por las paredes blancas.

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El departamento luce como casi todos los domingos, desolado. Es el único día en que ambos se encuentran realmente allí. Desde el desayuno que comparten en la cama hasta que se acuestan otra vez juntos por la noche, sin saber si abrazarse o no, de un tiempo a esta parte Juan Manuel y Felipe sienten que cada domingo es un recordatorio de la distancia que como un tercero se ha instalado entre ambos a la espera de algo de acción. Que algo ocurra. Algo que pase.

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Felipe espera afuera del baño. Juan Manuel lleva dentro más de media hora y Felipe no se atreve a golpear. No se atreve a llamarlo. Arrodillado junto a la puerta cerrada, espera sin atreverse siquiera a moverse por miedo a que el otro lo escuche ahí instalado. Y sólo por hacer algo, por entretenerse en esa espera, sigue con la mirada el lento avance del sol que va revelando la marca que las uñas de Óscar han ido dejando en la alfombra gris.

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En una de las paredes del comedor, varios marcos de distintos tamaños muestran la velada historia de los dos hombres. Felipe y Juan Manuel sonriendo a una cámara que no supo captar todo el encanto de esas vacaciones en el sur. Juan Manuel, de joven, pelo suelto y su traje de flamenco. Un Felipe niño sonríe con frenillos. El día en que inauguraron el departamento, junto a algunos amigos todos sentados en el sofá negro que, justo debajo de esa foto, ahora está solitario, siendo apenas entibiado por el sol del atardecer que al ir trepando por la pared, pareciese ir borrando en un blanco único cada uno de esos recuerdos enmarcados.

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Hace dos días, al ir a levantarse, Juan Manuel se encontró a Óscar echado sobre sus pantuflas. Molesto por el despertador de cada mañana, molesto por el frío, molesto porque sí, intentó apartarlo con el pie, pero el gato no hizo caso. Juan Manuel pensó por un instante que estaba muerto. Se alegró. Inmóvil, esperó unos segundos para comunicárselo a Felipe, que dormía tranquilo a su lado. Pero el viejo gato manchado agitó la cola y levantó su mirada lánguida hasta alcanzarlo. Sin moverse siquiera.
Al otro lado de la cama, Felipe seguía durmiendo.
Luego, sonó el teléfono.

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Por la mañana, Juan Manuel desayunó una marraqueta tostada con mantequilla y una taza de café. Dejaron todo en el lavaplatos al ver que estaban atrasados. Ya limpiarían al regreso de la iglesia. No hablaron en todo el trayecto. Una y otra vez Juan Manuel sintió el regusto de la mantequilla en los labios. Quiso detenerse en una bomba de bencina para comprar un chicle de menta. No dijo nada. Sentiría aquel sabor amargándose en su boca durante todo el funeral. Pero no dijo nada.

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La llamada los llevó al hospital.
Felipe prefirió esperar afuera, por lo que Juan Manuel entró solo a la habitación de la clínica. Le impresionó ver a Ignacio conectado a tantos aparatos, inyectado por tantas vías, sostenido en vida apenas por el tenue titilar de las máquinas. Se acercó temeroso. El otro tenía los ojos cerrados. Juan Manuel se preguntó si dormía. Si sentía su presencia acercándose sin saber qué hacer. Si sabía al menos que estaba ahí. Porque Juan Manuel no estaba seguro de querer verlo despierto. Guardó sus manos empuñadas en los bolsillos de la chaqueta. La vista es espectacular, pensó al mirar por la ventana la ciudad iluminada por el sol. Sintió inútil estar más tiempo ahí. Contó los segundos en el goteo mecánico del suero.

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Sobre el mesón de la cocina, migas del desayuno. Dos cuchillos –uno con restos de mermelada, el otro manchado con mantequilla- esperan en el lavaplatos junto a las tazas de la mañana. Restos del café han teñido el fondo de las dos. Aburrido de esperar a que Juan Manuel salga del baño, Felipe lavará todo cuando comience a oscurecer.

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Hace dos años, Felipe se resistió a enojarse con Juan Manuel al enterarse de que una vez más le había sido infiel. Simplemente lo miró con distancia. No quiso repetir lo dicho tantas veces. No quiso amenazar y no cumplir. Se rindió.

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Juan Manuel está sentado en la taza del baño. La oscuridad ha ido borrando los contrastes de las cosas. Su mismo rostro en el espejo parece apenas un borrón con la escasa luz que se cuela por la ventanilla de la ducha. Entre sus manos sostiene la corbata negra. Juega con el nudo que esa mañana Felipe tuvo que hacerle. Nunca aprendió a anudarse la corbata solo.
Mira de vez en cuando el reloj en su muñeca. Le extraña no oír a Felipe al otro lado de la puerta: No ha puesto uno de sus discos. No está llamando a Óscar ni ve televisión. Ni siquiera ha llegado a golpear la puerta cerrada que los separa. ¿Respeto por los muertos?, se pregunta al tiempo que una sonrisa triste se dibuja en sus labios.

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Hace dos años se encontraron por casualidad con Ignacio. Una noche que salían juntos los dos, cuando aún llevaban poco tiempo viviendo juntos y lo pasaban bien.
Encontrarse con él fue desastroso para Felipe. Sonrió amable. Conversó de lo que los años habían hecho con cada uno de ellos. Rió sin ganas los chistes de antaño. Observó con atención cada arruga en ese otro rostro que creía perdido en la historia compartida. Los ojos apagados que insistían en parecer vivaces e ingeniosos. Las entradas en su frente antes cubierta de la melena rubia que tanta envidia le daba. Los miró a ambos. Más viejos. Cansados. Penosos. Y de una forma extraña se sintió del todo ajeno al juego indiscreto que proponía Juan Manuel en cada uno de sus gestos ya gastados, sin entender Felipe la urgencia que mostraba por ser admirado. Se preguntó cuándo había dejado él mismo de admirarlo. Y al no hallar respuesta, le sorprendió que pese a todo le molestara tanto esa súbita aparición de Ignacio.

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Óscar dejó de escapar por el balcón luego de ser castrado. Se echó a dormir un sueño casi permanente que le tumbaba en cualquier lugar. Amanecía de pronto en la cocina, junto al horno, o en una extraña postura al lado del televisor. Felipe se reía al verlo así, dormido a medio camino entre un lugar y otro. Juan Manuel nunca decía algo acerca del gato.

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Fue en la sala de espera que se encontraron. Felipe acababa de echar las tres monedas necesarias para que la máquina le sirviera un café, y al levantarse se encontró con el reflejo de Juan Manuel en el vidrio que protegía los dulces y las bebidas. Su expresión aparentemente despreocupada le molestó.
-¿Quieres uno?- preguntó sin volverse.
El rumor de la máquina al preparar el café le dio tiempo a Juan Manuel para pensar.
-No, gracias.
Un vaso de plástico cayó a la espera de recibir el líquido caliente. Felipe lo miró en el reflejo del vidrio. No quería preguntarlo. Quería salir pronto de ahí.
-¿Cómo está?- preguntó al fin.
Juan Manuel se encogió de hombros y no dijo nada. El chorro de café con vainilla llenó el vaso de plástico y al caer la última gota, Felipe se agachó para tomarlo.
-Ten cuidado- murmuró Juan Manuel -, no te vayas a quemar.
Y se movió como para tomar el vaso por él, veloz, como si quisiera protegerlo, pero el otro se le adelantó y lo tomó primero.
-No te preocupes- dijo -, gracias.
Y sintió el calor en sus dedos, el dolor inmediato abrasándole cada una de sus yemas. Podría haberlo soltado de golpe. Podría haber gritado. Podría haber lanzado un garabato de esos que tanto hacían reír a Juan Manuel. O podría al menos haber soplado el líquido hirviente, o haberle pedido ayuda, que tomara él el vaso un momento mientras cogía unas servilletas para no sentir ese maldito ardor en los dedos. Pero no hizo nada de eso. Sólo soportó el dolor.
-¿Y cómo está él?- murmuró apenas.

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De alguna forma, Felipe sabe que Juan Manuel no va a salir del baño en un buen rato. Lo sabe. Otra cosa es convencerse. Incapaz de acercarse a rescatarlo de esa pena que él supone lo ahoga por la muerte de Ignacio, se pone de pie y vuelve al balcón. Los restos del sol de la tarde alcanzan para despejar su mente por un instante. Repasa la semana que se le viene. Repasa las cuentas que debe pagar. Revisa las llamadas que debe hacer. Calcula los gastos de fin de mes. Apoyado en la baranda de su balcón, recuerda por qué está ahí. Nada de muerte. No más llanto. No le importa. Se alegra de haber sido siempre tan cauto.

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Hace dos años, Juan Manuel entró con Ignacio al baño del Fausto. Ya encerrados en la penumbra, se sorprendería al reconocer en esa prisa excitante por la desnudez el trazo grueso del cuerpo que en su juventud había conquistado.
En el departamento, Felipe esperaba a Óscar, que precisamente esa noche regresó malherido. Cada agosto parecía irle peor. Al día siguiente, Felipe lo llevó al veterinario para que lo castrara.

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El camino de regreso fue igualmente silencioso. Felipe estuvo a punto de hacer un comentario acerca de lo viejos que se veían todos en el cementerio. Prefirió callar al ver que Juan Manuel se mordía febrilmente las uñas y comprobar en el espejo retrovisor que ese comentario inevitablemente los incluiría a ambos también. Y se encontró de pronto deseando que acabase ya el fin de semana.

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En el baño, Juan Manuel cree sentirse enfermo.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que buen cuento. Tan calmado y tan desolador al mismo tiempo. Dos escenas me gustaron mucho: la inicial con Juan Manuel dejando la puerta abierta del dpto y seguido por felipe que no se mira en el espejo. Y la contemplación del sol sobre la pared y las fotografías. Un cuento para desanimar a cualquier incauto que crea que la vida en pareja es una cosa trivial.

HAL8999 dijo...

Que buen cuento. tan calmado, sobrio, pero al mismo tiempo tan desolador. Dos escenas me gustaron mucho: la inicial con Juan Manuel llegando al dpto seguido de un felipe que no se mira en el espejo. Y la contemplación del curso del sol sobre la pared y las fotografías. Un cuento como para desanimar a cualquier incauto que piense que la vida en pareja es algo trivial.