Después de pasar más de un mes y medio veraneando con mis papás, mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos, pensé que de vuelta a Santiago no les vería el pelo. Pero ha sido todo lo contrario. No ha pasado ningún fin de semana en el que no nos veamos.
El fin de semana pasado almorzamos todos en la casa de mi hermana y el domingo, todos juntos de nuevo, ahora en el club. Y este fin de semana nos juntamos a almorzar en el Divertimento y después paseamos por el cerro San Cristóbal -arriba de los teleféricos- y fuimos a rezarle a la Virgen para que nos trajera de vuelta a Peludito, y terminamos el domingo con un gran asado en mi casa. (Ahora que lo pienso el fin de semana antepasado también nos vimos, para la celebración del cumpleaños de mi hijo mayor).
Y no me he cansado de verlos porque, aunque somos bastante distintos, nos queremos mucho y nos respetamos. Mi hermana, siempre preocupada de recibirnos bien, con rica comida y deliciosos postres. Mis papás, cada día más relajados y felices con sus seis nietos. Mi cuñado, muy divertido. Y mis sobrinos, que son tres niños deliciosos, y que junto a los míos forman una pandilla muy unida que no para de jugar.
Y aunque muchas veces hemos peleado y nos hemos dicho un millón de barbaridades, siempre terminamos abuenándonos y juntándonos de nuevo. Como pasa con los buenos amigos, como pasa con las verdaderas familias.
Los quiero mucho, y aunque ninguno de ellos lea este blog, les dedico este post estilo Candy por estar siempre a mi lado.
Gracias.
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